lunes, 24 de mayo de 2010

¿Qué voy a hacer ahora?

Artículo de Arturo Pérez Reverte del 23 de mayo de 2010. (Sí, lo admito, estoy enganchado a los artículos de este tipo).

El segundo gintonic, Pencho se vuelve hacia mí. Hace quince minutos que aguardo, paciente, esperando que se decida a contármelo. Por fin hace sonar el hielo en el vaso, me mira un instante a los ojos y aparta la mirada, avergonzado. «Hoy he cerrado la empresa», dice al fin. Después se calla un instante, bebe un trago largo y sonríe a medias con una amargura que no le había visto nunca. «Acabo de echar a la calle a cinco personas.»

Puede ahorrarme los antecedentes. Nos conocemos hace mucho tiempo y estoy al corriente de su historia, parecida a tantas: empresa activa y rentable, asfixiada en los últimos años por la crisis internacional, el desconcierto económico español, el cinismo y la incompetencia de un Gobierno sin rumbo ni pudor, el pesebrismo de unos sindicatos sobornados, la parálisis intelectual de una oposición corrupta y torpe, la desvergüenza de una clase política insolidaria e insaciable. Pencho ha estado peleando hasta el final, pero está solo. Por todas partes le deben dinero. Dicen: «No te voy a pagar, no puedo, lo siento», y punto. Nada que hacer. Los bancos no sueltan ni un euro más. Las deudas se lo comen vivo; y él también, como consecuencia, debe a todo el mundo. «Debo hasta callarme», ironiza. Todo al carajo. Lleva un año pagando a los empleados con sus ahorros personales. No puede más.

Cinco tragos después, con el tercer gintonic en las manos, Pencho reúne arrestos para referirme la escena. «Fueron entrando uno por uno –cuenta–. La secretaria, el contable y los otros. Y yo allí, sentado detrás de la mesa, y mi abogado en el sofá, echando una mano cuando era necesario… Se me pegaba la camisa a la espalda contra el asiento, oye. Del sudor. De la vergüenza… Lo siento mucho, les iba diciendo, pero ya conoce usted la situación. Hasta aquí hemos llegado, y la empresa cierra.»

Lo peor, añade mi amigo, no fueron las lágrimas de la secretaria, ni el desconcierto del contable. Lo peor fue cuando llegó el turno de Pablo, encargado del almacén. Pablo –yo mismo lo conozco bien– es un gigantón de manos grandes y rostro honrado, que durante veintisiete años trabajó en la empresa de mi amigo con una dedicación y una constancia ejemplares. Pablo era el clásico hombre capaz y diligente que lo mismo cargaba cajas que hacía de chófer, se ocupaba de cambiar una bombilla fundida, atender el correo y el teléfono o ayudar a los compañeros. «Buena persona y leal como un doberman –confirma Pencho–. Y con esa misma lealtad me miraba a los ojos esta mañana, mientras yo le explicaba cómo están las cosas. Escuchó sin despegar los labios, asintiendo de vez en cuando. Como dándome la razón en todo. Sabiendo, como sabe, que se va al paro con cincuenta y siete años, y que a esa edad es muy probable que ya no vuelva a encontrar jamás un trabajo en esta mierda de país en el que vivimos… ¿Y sabes qué me dijo cuando acabé de leerle la sentencia? ¿Sabes su único comentario, mientras me miraba con esos ojos leales suyos?» Respondo que no. Que no lo sé, y que malditas las ganas que tengo de saberlo. Pero Pencho, al que de nuevo le tintinea el hielo del gintonic en los dientes, me agarra por la manga de la chaqueta, como si pretendiera evitar que me largue antes de haberlo escuchado todo. Así que lo miro a la cara, esperando. Resignado. Entonces mi amigo cierra un momento los ojos, como si de ese modo pudiera ver mejor el rostro de su empleado. Aunque, pienso luego, quizá lo que ocurre es que intenta borrar la imagen del rostro que tiene impresa en ellos. Cualquiera sabe.

«¿Y qué voy a hacer ahora, don Fulgencio?... Eso es exactamente lo que me dijo. Sin indignación, ni énfasis, ni reproche, ni nada. Me miró a los ojos con su cara de tipo honrado y me preguntó eso. Qué iba a hacer ahora. Como si lo meditara en voz alta, con buena voluntad. Como si de pronto se encontrara en un lugar extraño, que lo dejaba desvalido. Algo que nunca previó. Una situación para la que no estaba preparado, en la que durante estos veintisiete años no pensó nunca.»

«¿Y qué le respondiste?», pregunto. Pencho deja el vaso vacío sobre la mesa y se lo queda mirando, cabizbajo. «Me eché a llorar como un idiota –responde–. Por él, por mí, por esta trampa en la que nos ha metido esa estúpida pandilla de incompetentes y embusteros, con sus brotes verdes y sus recuperaciones inminentes que siempre están a punto de ocurrir y que nunca ocurren. ¿Y sabes lo peor?... Que el pobre tipo estaba allí, delante de mí, y aún decía: No se lo tome así, don Fulgencio, ya me las arreglaré. Y me consolaba.»

miércoles, 19 de mayo de 2010

calor calor

Vamos a animar el día.

calor, calor


qué bonito es el amor


los niños de la Renfe

martes, 18 de mayo de 2010

domingo de infarto

El próximo domingo me dará algo. Pase lo que pase, terminaré atacaó perdido. Y no es para menos. En el mismo día el CD Teruel se juega el ascenso a Segunda B, el Lobo decidirá si se mantiene en la máxima categoría argentina y acaba, si es que ésto es posible, Lost. Que si soy un exagerado con la dichosa serie, un forofo de tres al cuarto por acordarme del fútbol sólo en momentos puntuales o un trasnochado agilipollado con la Argentina. Lo que queráis, me va bien todo.

Yo sólo sé que a las dieciocho horas al fútbol. A las veinte horas a celebrar el ascenso. Luego cena ligera y, si hay suerte y lo retransmiten por internete, a ver a Gimnasia con el Bosque aullando sin parar. Tras ello, y a esto de las seis y media de la mañana, la locura de Lost dará el toque final a esa isla que no atiende a razones.

¡Vamos Teruel!
¡Dale Lobo!
¡Que Lost no acabe conmigo!

miércoles, 5 de mayo de 2010

el capitalismo, un modelo cultural

De vez en cuando se encuentran comentarios como el que reproduzco...

La cuestión es que el capitalismo no es ya sólo un modelo económico, sino un modelo “cultural”, profundamente implantado en nuestra sociedad. El trabajador medio tiene como aspiraciones el coche, la hipoteca, la tele y la semana en la playa. Su concepto de triunfar en la vida es tener un coche más potente, una hipoteca más grande, una tele de más pulgadas, y poder irse una semana más a la playa (o bien poderse gastar algo más en la de siempre). Resulta que el empresario tiene estas mismas aspiraciones, aunque algo más abultadas; la diferencia es cuantitativa, no cualitativa. Si sacas al empleado de su papel como trabajador y lo colocas en el de empresario, reproducirá a la perfección el rol que se le presupone a éste.

Lo que quiero decir es que, básicamente, no (sólo) estamos ante un problema de clases (nosotros, los explotados, los buenos, contra ellos, los explotadores, los malos). Es un problema más profundo, a nivel cultural. Todos estamos metidos en la misma dinámica (la aceptamos pacíficamente, sin resistencia), con la salvedad de que algunos pocos consiguen estar más arriba y la mayoría se queda en los niveles de abajo (aunque siempre con esperanzas de ascender). Es todo relativo, una cuestión de donde te sitúes en la escala. Conozco a más de un sufrido trabajador explotado que cuando ejerce de explotador (por ejemplo, sobre la inmigrante que le limpia la casa) lo hace que da gusto. ¿Acaso no somos también explotadores los de la “working class” cuando compramos cada día productos baratos producidos en régimen de explotación en países subdesarrollados? Nos da igual…

¿Este modelo económico-cultural nos ha sido implantado a la fuerza, como sostienen algunos? ¿O bien ha triunfado porque responde a las aspiraciones esenciales de la gran mayoría de la gente, como dicen otros? Vaya usted a saber. La cuestión es que, sea por lo que sea, de momento no se ha alcanzado la masa crítica necesaria para cambiarlo… Ni siquiera con una crisis global.